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8/6/12

"EN 17 ENTREGAS" 4º relato clasificado. Autora: Inmaculada González Benavides



Se acercó como cada día al buzón y abrió la portezuela. Miró su interior al tiempo que sentía una extraña incomodidad, ese tipo de desazón que nos provoca el presentir una mirada clavada en la nuca, y giró la cabeza esperando encontrar alguien a su espalda, pero tras de sí sólo estaban las plantas de siempre reflejándose en el espejo de siempre. Volvió sus ojos al buzón e introdujo la mano para extraer todo su contenido, cuando allí, en el fondo, se diría que intimidado entre cartas de bancos y folletos propagandísticos,  sus dedos rozaron un pequeño  sobre cuyo contacto le hizo estremecer. Lo sacó y miró, reticente, aquel objeto apaisado de un tono beige muy pálido que lucía esa caligrafía aniñada y no por conocida menos inquietante, esos pequeños trazos azules que le  allegaban recuerdos y con ellos un pasado que temía memorar. Lo metió dentro, apartó la mano y cerró el buzón de un golpe.
 ¡Qué demonios! Si estaba perdido por cogerlo, olerlo, abrirlo, encontrar su escritura y avanzar entre la maraña de letras, palabras y frases a la búsqueda de la verdad que se escondía tras ella. Volvió a abrir, introdujo de nuevo la mano ahora decidida,  y sacó la carta.
La acaricio tenuemente, como si temiera que las letras se borraran con su tacto. La acercó a su nariz para aspirarla, para husmearla a la búsqueda de un rastro perdido hacía tiempo y su  pituitaria le trajo aromas pasados que se enredaron en su alma acunándola entre jaras y pinos.
Ascendió por la escalera, abrió la puerta y entró. Se sentó en una butaca del salón que desde su marcha estaba colmado de silencio y penumbra, y tiró de la cadenita para encender la lámpara. Indeciso, rasgó el sobre. Sus dedos buscaron  en el interior. Miró adentro suplicando esa hoja llena de la grafía esperada, pero no había nada. Era un sobre hueco. Lo apretó haciéndolo un gurruño y lo arrojó al suelo.
Pasados unos minutos se recuperó y pudo levantarse. Otra vez, una vez más le había ganado la partida. Se acercó al elegante bargueño del dieciocho heredado de su abuelo y abrió el tercer cajón de la izquierda. Allí había otros sobres, tan arrugados y vacíos como aquél que intentaba alisar para añadirlo al lote, los tomó, cerró el compartimiento y se sentó en el escritorio.
Como cada vez, contó los sobres: ya eran diecisiete los que sumaban sus fracasos. Diecisiete ocasiones en las que estuvo seguro de que allí dentro hallaría unas palabras, una aclaración, algo que terminara un silencio que ya se prolongaba demasiado. Diecisiete burlas tejidas con hilos de venganza.
Ella se marchó dejándolo todo atrás, sin pedir nada. Se llevó alguna ropa, -la restante aún cuelga en su armario-, unos zapatos, sus efectos de aseo y unos libros: los que ya traía cuando vino. Nada compartido: ni una foto, ni un recuerdo. Y como legado unas palabras: “Algún día entenderás el vacío con que tu desidia, tu abandono y tu desamor me han llenado”. Un vacío que dejó atrás y que luego creció y creció hasta tomar la casa.  Pero él, que siempre lo sabía todo, que lo dominaba todo, lo decidía todo y lo conseguía todo, estaba seguro de que eran dos días, de que se le pasaría el enfado -aunque realmente no la había visto enfadada- de que serían cosas de mujeres... Se lo tomó como unas merecidas vacaciones, salió de copas con los amigos y esperó a verla aparecer humillada, avergonzada, demandando un perdón que él tardaría en concederle para conseguir tenerla aún más sometida. Luego, aquel vacío lo atrapó y su existencia se había vuelto nada de tanto hacer nada, tristeza y soledad, casi una muerte en vida.
Pasado un año  recibió el primer sobre. Pensó que ahí estaba la súplica,  que la petición de perdón había llegado. Pero cuando lo rasgó e introdujo la mano para sacar la ya más que calculada carta, sólo encontró un vacío aún mayor que el que moraba en su casa. Y así, cada cierto tiempo y  hasta diecisiete veces.
Por eso ahora entendía aquella carencia que Marta debió sentir en sus  adentros: entrega tras entrega se la había ido trasegando como si fuera un vino subido y cabezón que, en cada trago, le rajara las entrañas.  Ahora sabía lo que la soledad podía llegar a mandar en una vida, cómo podía ordenarlo todo, enseñorearse de todo y acabarlo todo.
Guardó de nuevo aquellas cartas mudas en el cajón y se dirigió al dormitorio. Al levantarse sintió un escalofrío, se volvió hacia la entrada y descubrió, asomando por debajo de la puerta, la esquina de un sobre. Un sobre grande  y blanco que se destacaba con claridad sobre las losas de barro cocido de su casa. Seguro que no estaba ahí cuando entró: lo hubiera visto. Se acercó y lo arrastró hacia sí. Era un sobre de tamaño folio, sin sello, sin marca alguna. Volvió sobre sus pasos y se sentó de nuevo en la butaca, cogió el abrecartas, lo rajó y tiró del papel que había en su interior.
No podía creerlo, era una carta de un abogado. Marta le había encargado que a su fallecimiento enviara la carta que adjuntaba, al que todavía era su marido y ahora ya era su viudo, además lo citaba en su despacho para la apertura del testamento que tendría lugar en unos días. Introdujo de nuevo la mano en el sobre y encontró otro más pequeño de color sepia con su nombre y dirección escritas en esa caligrafía tan infantil, tan redondita, tan de niña cuidadosa y aplicada. Lo abrió convencido de que no habría nada, de que Marta nuevamente se burlaba de él, pero esta vez y como cada vez, también se equivocaba: había una foto, una foto de Marta con un niño de unos cuatro años, moreno, de ojos inmensos, pelo alborotado y sonrisa ancha que chupaba una piruleta de colores. Por detrás unas palabras: Tu hijo Alberto. Por favor, no vacíes su vida, mantenla llena del amor que le he dado. Sé valiente y cuida de él como un buen padre. Te perdono porque aún te quiero. Marta.

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