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11/6/15

4º CLASIFICADO: "DAME TUS MANOS, VEN, TOMA LAS MÍAS". AUTOR:JUAN ANDRÉS SAIZ GARRIDO


Jueves, 12 de mayo de 2005. 11,25 de la mañana. Me encuentro en la puerta de embarque D-58 de la Terminal 2 del aeropuerto de Barajas, a la espera de tomar un vuelo con destino a la isla de Gran Canaria. Entre el denso trasiego, fijo la mirada en una figura menuda, un bigote universal, un pelo blanco inmaculado... ¡Es Gabriel García Márquez! Y va a pasar cerca de mí.
En el corcho de una sala del Servicio de Urgencias de Atención Primaria de Segovia, la doctora Carmen Castaño ha pinchado una cita que habla de las ocasiones perdidas: “Uno recordará siempre a la muchacha a la que nunca declaró su amor, al grupo que nunca oyó tocar en directo, al ponente al que no se acercó... La lista se hará muy larga, pero hay que evitar que lo sea demasiado”. Por timidez, inseguridad o pudor, han sido muchos los momentos importantes que no supe atrapar al vuelo; y tengo la convicción de que la vida se resume a cuatro emociones… y poco más. Esta vez no; hoy no me quedo parado, viendo cómo se me escapa otra vivencia irrepetible.
Con respeto ceremonioso, me lanzo: “Don Gabriel, maestro, ¿me permite que estreche su mano?” Clavo mis ojos en los suyos y aprecio, según extiende sus brazos, que acepta mi ruego. A partir de aquí me dejo guiar por el lenguaje de los ojos y no presto atención a los detalles formales: no sé si viste camisa o chaqueta, si lleva bolsa de viaje o maleta, tampoco me fijo en quién le acompaña... Sin escalón intermedio, me tiro de golpe al trato cálido y cercano: “Gabo, compañero, no sé cómo darle las gracias por haberme llenado la cabeza de sueños y marcarme la senda por la que camina el universo de las palabras. Siempre que tengo algo que contar, escribo.” Y, como un torrente, le hablo de una fiesta singular en Panamá, con Omar Torrijos como anfitrión, Felipe González, Enrique Sarasola, el Negro Betancourt y él mismo.
-Eso fue en El Farellón, la residencia de Omar ¿Y usted dónde estaba para conocer ese suceso?
-¡Qué más hubiera deseado yo que haber estado allí, maestro! Me lo contó Enrique Sarasola, y Felipe González completó algunos detalles.
Con sonrisa amable, le pregunto si sigue enfadado con Felipe, y no se incomoda: “No he tenido tiempo de estar con él, le veré en el próximo viaje”. Deduzco, pues, que ha estado en España y que va a tomar un vuelo de regreso a Colombia o a su residencia habitual, en la ciudad de Méjico. Me complace que la aireada distancia entre ambos no sea tal. Brevemente, lamentamos la reciente muerte de Sarasola; y ahora es el escritor quien me pregunta: “¿Conoció usted a ese indiano? Era un personaje singular; tenía gracia cantando boleros”.
-Ya lo creo, maestro, durante un tiempo nos reímos mucho juntos; en cualquier sobremesa, sobre todo si había alguna mujer bella de por medio, le gustaba rematar con aquello de “"Túúúú me acostumbraste/a todas esas cosaaaaaaaaas”. No necesitaba orquesta ni micrófono, le bastaba con un mechero o un vaso vacío. Me consta que también cantó en la velada de Panamá. Me la contó tantas veces y con tanta pasión que podría recrearla en un par de minutos. ¿Le importuno?
-No. Aún tengo tiempo para el embarque; me despierta curiosidad saber cómo recordaron aquello esos dos huevones. Le escucho.
-Según me contaron, fue en mayo de 1979, después de que Felipe González cogiera un tremendo rebote y dimitiera como secretario general del PSOE, en un congreso del partido bastante movido. Al día siguiente, se marchó con Sarasola a Panamá, donde les esperaba Omar Torrijos; usted apareció a los pocos días, procedente de La Habana, con sendas cartas de Fidel Castro para Omar y Felipe, y cargado de regalos: una caja con seis botellas de Havana Club y otra de Cohíbas.
-Cierto; los habanos llevaban la bandera de Panamá y el nombre de Torrijos en la vitola. A Fidel le ha gustado siempre cuidar esos detalles con su gente cercana. El ron era un añejo, reserva especial.
-Sigo, Omar andaba entonces rematando los flecos del tratado del canal con los Estados Unidos y estaba muy contento con el resultado. Organizó una cena en su residencia del Farellón, donde entre todos le pegasteis un buen repaso a Felipe para que retomara cuanto antes la dirección del PSOE, en especial Betancourt, el secretario de Torrijos, que era un tipo muy agudo para los análisis políticos.
Tras los postres, el anfitrión levantó una copa de champagne y formuló el deseo de poder ver a su “ahijado” Felipe como presidente de España; el segundo brindis fue para que usted recibiera pronto el Nobel. Luego, usted entonó un son cubano y se marcó unos pasos de baile, simulando, con la parte delantera de su camisa cimbrear a una imaginaria pareja. Ahí le dieron a Sarasola que, a falta de micrófono, tomó una copa vacía de la mesa y comenzó a cantar un bolero de Lucho Gatica: “Dicen que las distancia es el olvidooo…” Y antes de terminarlo, enlazó con otro de Nat King Cole, imitando su voz y sus gestos: "Ansiedad, de tenerte en mis brazos/musitando… palabras de amor”. 
En la terraza, unas camareras preparaban un buffet con bebidas. Betancour se apartó a un sofá para seguir hablando con Felipe, que encendió un Cohiba. Omar se pasó al añejo cubano. Usted se dirigió a una de las camareras y, tomando sus manos, le cantó meloso y grave: "Dame tus manos, vennn, toma las míííaasss..." Sarasola completó el peculiar dúo: "Que te voy a confiaarrr las ansias míííaasss..."
-No va usted muy descaminado. Poco más o menos, así ocurrió, aunque hubo más boleros; una vez que el pendejo de Sarasola empezaba a cantar, no tenía freno. Me agrada recordarlo.
-¡Seguro! Él me dijo que entonces usted dejó de simular el baile con su guayabera y atrajo con ceremoniosos ademanes a la otra camarera, para embarcarla en la danza del acaramelado bolero, al tiempo que le susurraba al oído: "Y esas palabras sooon:/¡Cómo me guussstaasss!"
Mientras tanto, los destellos de una tormenta comenzaron a iluminar las aguas del Pacífico. De repente, comenzó a llover con sonora intensidad. Omar y usted se animaron mutuamente a bañarse. Tras unas bromas sobre quién tenía mayor necesidad de espabilar la borrachera, Omar, que era mucho más corpulento que usted, le cogió en brazos y le llevó en volandas hasta la playa. Después de algunos chapoteos y despojarse de las guayaberas, regresaron ambos dando atropelladas zancadas por la arena. Al llegar a la pradera, se dejaron caer, boca arriba, con los brazos extendidos. Cantaron y rieron durante unos minutos, como si la cálida lluvia recargara sus sobradas dosis de felicidad y alegría. Sarasola, desde el porche, contemplaba el espectáculo y apuraba su enésimo "cubalibre".
Al día siguiente, los españoles regresaron a España. En septiembre, Felipe fue elegido de nuevo secretario general de su partido, en un congreso extraordinario. En 1981, la avioneta de Torrijos se precipitó inesperadamente en la jungla, muriendo los seis ocupantes. En octubre de 1982, el PSOE ganó las elecciones generales por mayoría absoluta. Ese mismo año, en diciembre, usted recibió el Premio Nobel de literatura; y a pesar de la rigurosa etiqueta sueca, se presentó al solemne acto ataviado con el tradicional liqui liqui colombiano. Betancourt no pudo llorar la muerte de su compadre Omar ni celebrar en 1982 los días de gloria de Felipe, en Madrid, y de usted, en Estocolmo, pues murió en 1980, cuando su cirrosis hepática se le complicó con un fulminante tumor de páncreas.
Sarasola falleció hace poco más de dos años, a causa de las metástasis de un cáncer de vejiga, aquí, en Madrid. Cuentan los sanitarios del Rubert Internacional que no paró de cantar boleros hasta el final.
-Así es, desgraciadamente; ya sólo quedamos Felipe y yo. La vida es muy corta.
Mira su reloj. Antes de que esboce la obligada despedida, me anticipo y cuido mi adiós: “Que los Dioses te den mucha salud, compañero”. Me inclino con la intención de asir sus dos manos, pero enseguida se suelta para darme un abrazo cálido, al que me entrego. A un par de metros, Marisa ha contemplado la entrevista y luego ríe, con gesto cariñoso, al verme tan nervioso e iluminado.
Una vez acomodado en el asiento del avión, estoy como ausente, flotando en una nube y reviviendo mentalmente cada detalle del encuentro excepcional. Antes de despegar, no puedo frenar el impulso de llamar con el móvil a un escritor amigo, para compartir con él la emoción.

Gran Canaria es una isla de ensueño, que baila entre lo real y lo fantástico, algo así como el Macondo mágico de Cien años de soledad, fruto del genio creador de García Márquez. La isla ha cambiado y nosotros también, pero eso no impide que Marisa y yo, treinta años después de nuestra luna de miel, volvamos a ser razonablemente felices durante estas cortas vacaciones. Corrijo a Joaquín Sabina cuando en uno de sus boleros canallas dice: “En Macondo comprendí/que al lugar donde has sido feliz/no debieras tratar de volver”. 

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