tiempo en Fontanar

8/6/12

"CIELO DE CARTAS" 3º relato clasificado. Autor: Francisco Manuel Bailén Cuevas


No puedo evitar acordarme de mi padre cuando observo el cielo nocturno. Casi lo he asumido como un acto reflejo realmente gratificante. Como si las estrellas fueran la garantía de su recuerdo, las que me aseguran que, al alzar la mirada en mitad de la noche, su imagen y todo lo que sé de él inundarán cualquier recoveco de mi mente para traerlo de vuelta, al menos, por unos instantes. 
            Sin embargo, cada vez quedan menos estrellas allí arriba. O esa es la sensación que tengo desde aquí, en plena ciudad. No me gusta este cielo. La noche ha dejado de ser noche con el paso del tiempo. A veces, brilla tanto como el día. La espesa capa de luminosidad anaranjada devora cada rincón de la ciudad, desde que el sol desciende por el Oeste, hasta que amanece por el Este. Es difícil encontrar un lugar sin farolas o excéntricos carteles de neón que no estropeen mis vistas con su irritante luz. Y no puedo alejarme de aquí. Estoy demasiado mayor para volver al pueblo, solo, y demasiado mayor para seguir conservando mi octogenaria memoria intacta por mucho tiempo. Ante esto, mi alma oculta un tremendo temor que, día a día, por desgracia, se hace más latente. Confío en las estrellas para que, llegado el momento, me devuelvan el esbozo de mi padre. Pero, cada vez quedan menos estrellas allí arriba. Y sin estrellas, no habrá recuerdo. Me pregunto, furioso, por qué la gente ya no escribe cartas.
            Si me esfuerzo, aún puedo sentir sobre mi piel el húmedo calor de aquella noche. Mi padre había cerrado la puerta y la única ventana que tenía la casa, con la esperanza de que pasaran de largo al verlo todo cerrado. Las paredes habían concentrado el agobiante bochorno de todo el día, convirtiendo la estancia en un auténtico horno. El candil, recién apagado, descansaba sobre la mesa de madera, dibujando en el aire los últimos hilos de humo que se mezclaban con el ambiente. Bajo la mesa se acurrucaban dos sombras: una mayor, no muy corpulenta; otra, menuda y frágil.
   –No va a pasar a nada –susurró mi padre. Pero su voz sonaba tan quebrada que contradecía sus intentos por tranquilizarme.
            Unos instantes antes, el estruendo de dos disparos entre las calles huecas del pueblo, había silenciado la sinfonía de los grillos y avivado el llanto desconsolado de una mujer. Acababa de perder a su marido. O a su hijo, tal vez. No lo recuerdo.
            Me incorporé, sobresaltado, de la alcoba de paja, al mismo tiempo que mi padre irrumpía bruscamente por la puerta. En unos segundos, nos encontrábamos a oscuras y bajo nuestro particular búnker de madera, a falta de cualquier otra habitación o lugar donde escondernos.
            Giré la cabeza en dirección a la ventana, buscando algo de luz, y, aunque no había luna, era una de las noches más estrelladas que jamás había visto. El resplandor que se colaba por los cristales procedía de miles o millones de puntos brillantes. Sin embargo, el tenue haz luminoso que proyectaban no era suficiente para rehuir de aquella angustiosa oscuridad que nos envolvía. Comencé a temblar y a respirar con dificultad.
   –¿Sabes lo de las estrellas? –me preguntó mi padre, de nuevo susurrando. Respondí negando con la cabeza–. ¿Nunca te lo he contado? –pasó su brazo por encima de mis hombros, me acercó a él y empezó a hablar, casi tan bien, que parecía un discurso–. Cada una de esas estrellas es una carta de alguien hacia otra persona: un amigo, un familiar... Las más grandes y brillantes llevan importantes noticias. Las pequeñas, asuntos personales. Y las fugaces, el correo urgente. Cuando el destinatario recibe su carta, la estrella correspondiente desaparece, dejando espacio en el cielo para las que aún no se han escrito.
            En algún momento de su historia, sus labios dibujaron una sonrisa. Sentí cómo sus ojos se despojaban de una gran presión a medida que se humedecían y brillaban bajo el halo estelar. Quise creer en sus palabras. Y lo hice. Al fin y al cabo, mi padre ejercía la labor de cartero en el pueblo las pocas veces que había correspondencia. ¿Quién mejor que él podía conocer el asunto de las cartas?
            Un ruido del exterior me llevó de vuelta bajo aquella mesa, de donde me había evadido durante unos segundos para divagar sobre la historia que acababa de escuchar. Las pisadas sonaban firmes en la tierra seca, secundadas por el chirrido de botas de cuero que se doblaban a cada paso. Bordearon la casa hasta detenerse al otro lado de la puerta, a la voz de:
   –Aquí es.
            Mi padre colocó su dedo índice sobre la comisura de sus labios, e intenté que mi nerviosa respiración no nos delatara. Estoy seguro de que, al igual que yo, reconoció el tono tembloroso del, por entonces, teniente de alcalde del pueblo.
            El estrecho hueco que quedaba entre la puerta y el suelo encuadraba dos sombras más. Una de ellas se agrandó según avanzaba para, acto seguido, golpear la puerta tres veces. Cerré los ojos con fuerza, asustado, como cualquier otro niño que espera que su temor desaparezca. Pero, la reiteración de los tres golpes, con más intensidad, si cabe, torció mi deseo. Podía notar la madera resentirse bajo el puño cerrado de aquel individuo.
   –¡Abran, o tendremos que echarla abajo! –amenazó, decidido a hacerlo.
            Mi padre no tardó en reaccionar: comenzó a removerse, a mi lado. Abrí los ojos. ¡Pom, pom, pom!, se volvió a escuchar. «¡Abran!», insistió.
   –No te muevas. No salgas –me dijo, y deslizó su cuerpo torpemente por el suelo hasta que pudo incorporarse y salir de debajo de nuestro refugio.
            Una vez en pie, se sacudió la tierra que impregnaba gran parte de su pantalón y su roída camisa. Alargó el brazo hasta el cerrojo de la puerta y, antes de desencajarlo del oxidado escudo, me lanzó una última mirada que combinó con una agradable sonrisa.
            A partir de ahí, de su sonrisa, me cuesta recordar todos los detalles. Sé que el hombre que había estado a punto de derribar la puerta parecía un sargento. Sí, puede que tuviera uno de esos condenados cargos. A su lado estaba el teniente de alcalde, aún temblando, y, junto a él, un muchacho que no pasaba de los veinte. Seguramente, un pobre desgraciado sacado de alguna leva,  del estilo de “la Quinta del Biberón”.
            Mi padre salió a la calle a la orden del sargento. Las estrellas iluminaban su cuerpo cansado; una figura delgada, maldita por la escasez de la posguerra y las cartillas de racionamiento. El sargento pronunció su nombre a modo de pregunta, y mi padre, tristemente resignado, asintió. Cuando le preguntó si había alguien más dentro, me encubrió:
   –Hace años que soy viudo, y mi hijo vive en casa de mi hermana. No puedo mantenerle.
            El joven acompañante uniformado desvió su mirada hacia el interior de la casa. Se me heló la piel cuando clavó sus ojos en mí, sorprendido. Pero, por suerte, no pronunció palabra alguna, sosteniendo así la mentira de mi padre. El miedo se convirtió en alivio, aunque todavía quedaba lo peor.
            Alguien sacó un papel arrugado, lo abrió y comenzó a leer. Las palabras se unían para acusar a mi padre de distribuir propaganda antifascista por el pueblo. Exaltación del republicanismo o ideología socialista, fueron otros de los términos que le condenaban y que yo no entendía. Intentó excusarse, alegando que desconocía el contenido de la correspondencia que llegaba al pueblo; su única labor era entregarla a sus destinatarios. Pero, de nada sirvió.
            El muchacho tomó el fusil que colgaba de su hombro, lo cargó y mi padre comenzó a llorar. Era la primera vez que escuchaba sus sollozos, y supe que no tendría la oportunidad de volver a hacerlo.
            Su joven ejecutor vaciló, por un momento, cuando lo tuvo a tiro. Supongo que pensó en mí, en que estaba viéndolo todo desde debajo de la mesa. En lo duro que sería para un niño presenciar el fusilamiento de su propio padre. Pero su superior no tenía esa percepción.
            Los grillos volvieron a guardar silencio. El cuerpo inerte de mi padre se desplomó en el suelo, creando una neblina polvorienta de tierra que se disipaba al igual que su alma. El sargento ordenó su muerte en una de las noches más estrelladas que jamás había visto; un cielo lleno de cartas.
            Desde entonces, no puedo evitar acordarme de mi padre cuando observo el cielo nocturno. Casi lo he asumido como un acto reflejo realmente gratificante. Sin embargo, cada vez quedan menos estrellas allí arriba, y yo no quiero olvidarle. La historia de las cartas y las estrellas fue lo último bueno que escuché de él. Quise creer en sus palabras y lo hice. Por eso, ahora, a mis ochenta y pocos años, miro al cielo y me pregunto, furioso, por qué la gente ya no escribe cartas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario