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28/6/12

8/6/12

"EN 17 ENTREGAS" 4º relato clasificado. Autora: Inmaculada González Benavides



Se acercó como cada día al buzón y abrió la portezuela. Miró su interior al tiempo que sentía una extraña incomodidad, ese tipo de desazón que nos provoca el presentir una mirada clavada en la nuca, y giró la cabeza esperando encontrar alguien a su espalda, pero tras de sí sólo estaban las plantas de siempre reflejándose en el espejo de siempre. Volvió sus ojos al buzón e introdujo la mano para extraer todo su contenido, cuando allí, en el fondo, se diría que intimidado entre cartas de bancos y folletos propagandísticos,  sus dedos rozaron un pequeño  sobre cuyo contacto le hizo estremecer. Lo sacó y miró, reticente, aquel objeto apaisado de un tono beige muy pálido que lucía esa caligrafía aniñada y no por conocida menos inquietante, esos pequeños trazos azules que le  allegaban recuerdos y con ellos un pasado que temía memorar. Lo metió dentro, apartó la mano y cerró el buzón de un golpe.
 ¡Qué demonios! Si estaba perdido por cogerlo, olerlo, abrirlo, encontrar su escritura y avanzar entre la maraña de letras, palabras y frases a la búsqueda de la verdad que se escondía tras ella. Volvió a abrir, introdujo de nuevo la mano ahora decidida,  y sacó la carta.
La acaricio tenuemente, como si temiera que las letras se borraran con su tacto. La acercó a su nariz para aspirarla, para husmearla a la búsqueda de un rastro perdido hacía tiempo y su  pituitaria le trajo aromas pasados que se enredaron en su alma acunándola entre jaras y pinos.
Ascendió por la escalera, abrió la puerta y entró. Se sentó en una butaca del salón que desde su marcha estaba colmado de silencio y penumbra, y tiró de la cadenita para encender la lámpara. Indeciso, rasgó el sobre. Sus dedos buscaron  en el interior. Miró adentro suplicando esa hoja llena de la grafía esperada, pero no había nada. Era un sobre hueco. Lo apretó haciéndolo un gurruño y lo arrojó al suelo.
Pasados unos minutos se recuperó y pudo levantarse. Otra vez, una vez más le había ganado la partida. Se acercó al elegante bargueño del dieciocho heredado de su abuelo y abrió el tercer cajón de la izquierda. Allí había otros sobres, tan arrugados y vacíos como aquél que intentaba alisar para añadirlo al lote, los tomó, cerró el compartimiento y se sentó en el escritorio.
Como cada vez, contó los sobres: ya eran diecisiete los que sumaban sus fracasos. Diecisiete ocasiones en las que estuvo seguro de que allí dentro hallaría unas palabras, una aclaración, algo que terminara un silencio que ya se prolongaba demasiado. Diecisiete burlas tejidas con hilos de venganza.
Ella se marchó dejándolo todo atrás, sin pedir nada. Se llevó alguna ropa, -la restante aún cuelga en su armario-, unos zapatos, sus efectos de aseo y unos libros: los que ya traía cuando vino. Nada compartido: ni una foto, ni un recuerdo. Y como legado unas palabras: “Algún día entenderás el vacío con que tu desidia, tu abandono y tu desamor me han llenado”. Un vacío que dejó atrás y que luego creció y creció hasta tomar la casa.  Pero él, que siempre lo sabía todo, que lo dominaba todo, lo decidía todo y lo conseguía todo, estaba seguro de que eran dos días, de que se le pasaría el enfado -aunque realmente no la había visto enfadada- de que serían cosas de mujeres... Se lo tomó como unas merecidas vacaciones, salió de copas con los amigos y esperó a verla aparecer humillada, avergonzada, demandando un perdón que él tardaría en concederle para conseguir tenerla aún más sometida. Luego, aquel vacío lo atrapó y su existencia se había vuelto nada de tanto hacer nada, tristeza y soledad, casi una muerte en vida.
Pasado un año  recibió el primer sobre. Pensó que ahí estaba la súplica,  que la petición de perdón había llegado. Pero cuando lo rasgó e introdujo la mano para sacar la ya más que calculada carta, sólo encontró un vacío aún mayor que el que moraba en su casa. Y así, cada cierto tiempo y  hasta diecisiete veces.
Por eso ahora entendía aquella carencia que Marta debió sentir en sus  adentros: entrega tras entrega se la había ido trasegando como si fuera un vino subido y cabezón que, en cada trago, le rajara las entrañas.  Ahora sabía lo que la soledad podía llegar a mandar en una vida, cómo podía ordenarlo todo, enseñorearse de todo y acabarlo todo.
Guardó de nuevo aquellas cartas mudas en el cajón y se dirigió al dormitorio. Al levantarse sintió un escalofrío, se volvió hacia la entrada y descubrió, asomando por debajo de la puerta, la esquina de un sobre. Un sobre grande  y blanco que se destacaba con claridad sobre las losas de barro cocido de su casa. Seguro que no estaba ahí cuando entró: lo hubiera visto. Se acercó y lo arrastró hacia sí. Era un sobre de tamaño folio, sin sello, sin marca alguna. Volvió sobre sus pasos y se sentó de nuevo en la butaca, cogió el abrecartas, lo rajó y tiró del papel que había en su interior.
No podía creerlo, era una carta de un abogado. Marta le había encargado que a su fallecimiento enviara la carta que adjuntaba, al que todavía era su marido y ahora ya era su viudo, además lo citaba en su despacho para la apertura del testamento que tendría lugar en unos días. Introdujo de nuevo la mano en el sobre y encontró otro más pequeño de color sepia con su nombre y dirección escritas en esa caligrafía tan infantil, tan redondita, tan de niña cuidadosa y aplicada. Lo abrió convencido de que no habría nada, de que Marta nuevamente se burlaba de él, pero esta vez y como cada vez, también se equivocaba: había una foto, una foto de Marta con un niño de unos cuatro años, moreno, de ojos inmensos, pelo alborotado y sonrisa ancha que chupaba una piruleta de colores. Por detrás unas palabras: Tu hijo Alberto. Por favor, no vacíes su vida, mantenla llena del amor que le he dado. Sé valiente y cuida de él como un buen padre. Te perdono porque aún te quiero. Marta.

"CIELO DE CARTAS" 3º relato clasificado. Autor: Francisco Manuel Bailén Cuevas


No puedo evitar acordarme de mi padre cuando observo el cielo nocturno. Casi lo he asumido como un acto reflejo realmente gratificante. Como si las estrellas fueran la garantía de su recuerdo, las que me aseguran que, al alzar la mirada en mitad de la noche, su imagen y todo lo que sé de él inundarán cualquier recoveco de mi mente para traerlo de vuelta, al menos, por unos instantes. 
            Sin embargo, cada vez quedan menos estrellas allí arriba. O esa es la sensación que tengo desde aquí, en plena ciudad. No me gusta este cielo. La noche ha dejado de ser noche con el paso del tiempo. A veces, brilla tanto como el día. La espesa capa de luminosidad anaranjada devora cada rincón de la ciudad, desde que el sol desciende por el Oeste, hasta que amanece por el Este. Es difícil encontrar un lugar sin farolas o excéntricos carteles de neón que no estropeen mis vistas con su irritante luz. Y no puedo alejarme de aquí. Estoy demasiado mayor para volver al pueblo, solo, y demasiado mayor para seguir conservando mi octogenaria memoria intacta por mucho tiempo. Ante esto, mi alma oculta un tremendo temor que, día a día, por desgracia, se hace más latente. Confío en las estrellas para que, llegado el momento, me devuelvan el esbozo de mi padre. Pero, cada vez quedan menos estrellas allí arriba. Y sin estrellas, no habrá recuerdo. Me pregunto, furioso, por qué la gente ya no escribe cartas.
            Si me esfuerzo, aún puedo sentir sobre mi piel el húmedo calor de aquella noche. Mi padre había cerrado la puerta y la única ventana que tenía la casa, con la esperanza de que pasaran de largo al verlo todo cerrado. Las paredes habían concentrado el agobiante bochorno de todo el día, convirtiendo la estancia en un auténtico horno. El candil, recién apagado, descansaba sobre la mesa de madera, dibujando en el aire los últimos hilos de humo que se mezclaban con el ambiente. Bajo la mesa se acurrucaban dos sombras: una mayor, no muy corpulenta; otra, menuda y frágil.
   –No va a pasar a nada –susurró mi padre. Pero su voz sonaba tan quebrada que contradecía sus intentos por tranquilizarme.
            Unos instantes antes, el estruendo de dos disparos entre las calles huecas del pueblo, había silenciado la sinfonía de los grillos y avivado el llanto desconsolado de una mujer. Acababa de perder a su marido. O a su hijo, tal vez. No lo recuerdo.
            Me incorporé, sobresaltado, de la alcoba de paja, al mismo tiempo que mi padre irrumpía bruscamente por la puerta. En unos segundos, nos encontrábamos a oscuras y bajo nuestro particular búnker de madera, a falta de cualquier otra habitación o lugar donde escondernos.
            Giré la cabeza en dirección a la ventana, buscando algo de luz, y, aunque no había luna, era una de las noches más estrelladas que jamás había visto. El resplandor que se colaba por los cristales procedía de miles o millones de puntos brillantes. Sin embargo, el tenue haz luminoso que proyectaban no era suficiente para rehuir de aquella angustiosa oscuridad que nos envolvía. Comencé a temblar y a respirar con dificultad.
   –¿Sabes lo de las estrellas? –me preguntó mi padre, de nuevo susurrando. Respondí negando con la cabeza–. ¿Nunca te lo he contado? –pasó su brazo por encima de mis hombros, me acercó a él y empezó a hablar, casi tan bien, que parecía un discurso–. Cada una de esas estrellas es una carta de alguien hacia otra persona: un amigo, un familiar... Las más grandes y brillantes llevan importantes noticias. Las pequeñas, asuntos personales. Y las fugaces, el correo urgente. Cuando el destinatario recibe su carta, la estrella correspondiente desaparece, dejando espacio en el cielo para las que aún no se han escrito.
            En algún momento de su historia, sus labios dibujaron una sonrisa. Sentí cómo sus ojos se despojaban de una gran presión a medida que se humedecían y brillaban bajo el halo estelar. Quise creer en sus palabras. Y lo hice. Al fin y al cabo, mi padre ejercía la labor de cartero en el pueblo las pocas veces que había correspondencia. ¿Quién mejor que él podía conocer el asunto de las cartas?
            Un ruido del exterior me llevó de vuelta bajo aquella mesa, de donde me había evadido durante unos segundos para divagar sobre la historia que acababa de escuchar. Las pisadas sonaban firmes en la tierra seca, secundadas por el chirrido de botas de cuero que se doblaban a cada paso. Bordearon la casa hasta detenerse al otro lado de la puerta, a la voz de:
   –Aquí es.
            Mi padre colocó su dedo índice sobre la comisura de sus labios, e intenté que mi nerviosa respiración no nos delatara. Estoy seguro de que, al igual que yo, reconoció el tono tembloroso del, por entonces, teniente de alcalde del pueblo.
            El estrecho hueco que quedaba entre la puerta y el suelo encuadraba dos sombras más. Una de ellas se agrandó según avanzaba para, acto seguido, golpear la puerta tres veces. Cerré los ojos con fuerza, asustado, como cualquier otro niño que espera que su temor desaparezca. Pero, la reiteración de los tres golpes, con más intensidad, si cabe, torció mi deseo. Podía notar la madera resentirse bajo el puño cerrado de aquel individuo.
   –¡Abran, o tendremos que echarla abajo! –amenazó, decidido a hacerlo.
            Mi padre no tardó en reaccionar: comenzó a removerse, a mi lado. Abrí los ojos. ¡Pom, pom, pom!, se volvió a escuchar. «¡Abran!», insistió.
   –No te muevas. No salgas –me dijo, y deslizó su cuerpo torpemente por el suelo hasta que pudo incorporarse y salir de debajo de nuestro refugio.
            Una vez en pie, se sacudió la tierra que impregnaba gran parte de su pantalón y su roída camisa. Alargó el brazo hasta el cerrojo de la puerta y, antes de desencajarlo del oxidado escudo, me lanzó una última mirada que combinó con una agradable sonrisa.
            A partir de ahí, de su sonrisa, me cuesta recordar todos los detalles. Sé que el hombre que había estado a punto de derribar la puerta parecía un sargento. Sí, puede que tuviera uno de esos condenados cargos. A su lado estaba el teniente de alcalde, aún temblando, y, junto a él, un muchacho que no pasaba de los veinte. Seguramente, un pobre desgraciado sacado de alguna leva,  del estilo de “la Quinta del Biberón”.
            Mi padre salió a la calle a la orden del sargento. Las estrellas iluminaban su cuerpo cansado; una figura delgada, maldita por la escasez de la posguerra y las cartillas de racionamiento. El sargento pronunció su nombre a modo de pregunta, y mi padre, tristemente resignado, asintió. Cuando le preguntó si había alguien más dentro, me encubrió:
   –Hace años que soy viudo, y mi hijo vive en casa de mi hermana. No puedo mantenerle.
            El joven acompañante uniformado desvió su mirada hacia el interior de la casa. Se me heló la piel cuando clavó sus ojos en mí, sorprendido. Pero, por suerte, no pronunció palabra alguna, sosteniendo así la mentira de mi padre. El miedo se convirtió en alivio, aunque todavía quedaba lo peor.
            Alguien sacó un papel arrugado, lo abrió y comenzó a leer. Las palabras se unían para acusar a mi padre de distribuir propaganda antifascista por el pueblo. Exaltación del republicanismo o ideología socialista, fueron otros de los términos que le condenaban y que yo no entendía. Intentó excusarse, alegando que desconocía el contenido de la correspondencia que llegaba al pueblo; su única labor era entregarla a sus destinatarios. Pero, de nada sirvió.
            El muchacho tomó el fusil que colgaba de su hombro, lo cargó y mi padre comenzó a llorar. Era la primera vez que escuchaba sus sollozos, y supe que no tendría la oportunidad de volver a hacerlo.
            Su joven ejecutor vaciló, por un momento, cuando lo tuvo a tiro. Supongo que pensó en mí, en que estaba viéndolo todo desde debajo de la mesa. En lo duro que sería para un niño presenciar el fusilamiento de su propio padre. Pero su superior no tenía esa percepción.
            Los grillos volvieron a guardar silencio. El cuerpo inerte de mi padre se desplomó en el suelo, creando una neblina polvorienta de tierra que se disipaba al igual que su alma. El sargento ordenó su muerte en una de las noches más estrelladas que jamás había visto; un cielo lleno de cartas.
            Desde entonces, no puedo evitar acordarme de mi padre cuando observo el cielo nocturno. Casi lo he asumido como un acto reflejo realmente gratificante. Sin embargo, cada vez quedan menos estrellas allí arriba, y yo no quiero olvidarle. La historia de las cartas y las estrellas fue lo último bueno que escuché de él. Quise creer en sus palabras y lo hice. Por eso, ahora, a mis ochenta y pocos años, miro al cielo y me pregunto, furioso, por qué la gente ya no escribe cartas.

"DESDE LISBOA CON AMOR" 2º relato clasificado. Autor: Carlos Garrido Rubio





"La vida de una persona sólo se justifica por el esfuerzo que haga por comprender".
Era una de las frases favoritas de mi padre que había obtenido de un libro de esoterismo a los que tan aficionado era en su juventud. Frase que guardaba prisionera, junto a otras miles, en unos cuadernos pautados que descansaban entre centenares de libros en la enorme librería de su despacho.
Comprender, entender. Acaso esa sea la clave necesaria para evadirme del laberinto de dudas en el que me encuentro. Estoy desconcertada, tan dolorosamente perdida que creo que lo mejor será remitirme al principio. Pero ¿cuál es? ¿cuándo empezó toda esta historia?.
Para mí fue aquella noche en la que él llegó a casa un poco más tarde de lo habitual y cenamos bajo una atmósfera densa, salpicada a ratos por comentarios intrascendentes. Argos, nuestro golden, en contra de su rutina, no cesaba de rozar su cara contra las piernas de mi padre y de vez en cuando lamía su mano. No se había separado de él ni un segundo desde que había entrado por la puerta. Entonces recordé.
-Por cierto, papá ¿no tenías que ir hoy a recoger los resultados de los análisis?.
Hubo un silencio incómodo seguido de una respuesta imprecisa: todo bien, algo de estrés, debo descansar, trabajaré desde casa...una contestación demorada unos segundos que se me antojaron eternos.
La ambigüedad alimenta la imprudencia y conduce a la curiosidad. A la mañana siguiente, antes de ir a la Universidad, abrí el maletín de mi padre. Allí estaban los papeles del hospital con la realidad impresa a máquina, la situación irreversible, la renuncia expresa al tratamiento y un diagnóstico en cursiva bajo un sello de tinta azulada y una firma ilegible. Días contados, no más de un mes.
Quince días después falleció. La madrugada de un cuatro de mayo.
Unas horas antes, cuando pasé a su despacho para darle las buenas noches, me miró por encima de sus gafas con una mezcla de dulzura y de serena aceptación del destino.
-Me voy a dormir. ¿Necesitas algo, papá?
No contestó. Terminó de escribir unas líneas en el folio que tenía delante, lo metió en un sobre y, sin decir nada, me invitó con una seña a que me acercara. Sobre las paredes se difuminaba un mosaico de suaves colores procedentes de la lámpara Tiffany del rincón. La lluvia arañaba los cristales en silencio.
Bordeé la mesa y me situé detrás de él. Acaricié su pelo y sentí como se abandonaba al contacto de mis dedos. Permanecí así unos minutos, tratando de expresar con mis manos las palabras que naufragaban en mi garganta. No quería llorar. No quería que me viera. Me agaché a su lado y le tomé la mano. Sin apartar sus ojos de los míos, con ternura, me apretó contra él y pude sentir su corazón latiendo acelerado en mi mejilla.
Lo abracé con fuerza, como cuando era niña y él llegaba a casa al anochecer preguntando a voces:
-¿Dónde está mi princesa? ¿Alguien ha visto alguna princesilla por aquí?
Y yo me situaba delante suyo, agitando los brazos para hacerme notar mientras él simulaba que no me veía hasta que, dando un grito de sorpresa, me alzaba hasta el techo y me dejaba caer en sus brazos, cubriéndome de besos mientras yo deseaba con toda mi alma quedarme colgada de su cuello eternamente.
-Papi, ¿hasta cuando podrás alzarme alto, muy alto?
Su respuesta era invariable: Siempre, cariño, siempre.
Ahora estaba allí, convertida de nuevo en su niña, más unida a él de lo que nunca me había sentido, en aquella penumbra acogedora, mecida por la música de uno de sus discos de vinilo.
"....dust in the wind, all we are is dust in the wind..."
Antes de salir de la habitación pronunció mi nombre, dubitativo. Me giré y vi que aún tenía en sus manos el sobre que acababa de cerrar. Alargó el brazo.
- Ven, Violeta. Coge esto. No preguntes nada, por favor. Ya lo entenderás.
Cerré la puerta del despacho con la carta en mi regazo, sabiendo que no volvería a verlo con vida.
Lo encontré unas horas más tarde, alrededor de las tres de la madrugada, con la cabeza apoyada en los brazos sobre el escritorio. Parecía dormido. Comenzó a llover en mis ojos.
La muerte es cruel, despiadada, soez. No sólo nos arrebata a quienes más amamos sino que corrompe el tiempo, forma crepúsculos permanentes, contamina los recuerdos y diluye la línea que separa la vigilia del sueño. En ese estado, adormilada en la soledad de la noche en el tanatorio, vi o creí ver a un hombre de pie frente al féretro de mi padre, observándolo a través del cristal. Tenía esa edad indefinida que poseen algunas personas cuyo pelo se vuelve cano de forma prematura pero conservan tersa la piel. Vestido con un impecable traje oscuro, mantenía sus delgadas y pálidas manos entrelazadas mientras sus labios se movían de una forma casi imperceptible. Tal vez rezaba. Traté de salir de mi sopor, preguntarle quién era pero, antes de que pudiera decir nada, me miró un instante con sus ojos grises, giró sobre sí mismo caminando hacia la salida y se fundió en la oscuridad.
Vaciar un armario es una forma de deshabitar la memoria. Mamá se decidió a hacerlo cuando las fuerzas volvieron a acompañarla y abandonó los sedantes. Arrodillada frente al ropero, iba depositando con mimo las prendas de mi padre en cajas de cartón. De vez en cuando se acercaba alguna a la cara y permanecía unos segundos inmóvil, con los ojos cerrados, llenándose de recuerdos con su olor. Yo la observaba desde el quicio de la puerta.
Entonces sucedió. Escondida tras una montaña de calcetines grises, en el fondo del cajón inferior, mamá encontró la caja. Vi su gesto de sorpresa al ponerla delante de ella en el suelo; sus dedos nerviosos al levantar la tapa y descubrir el paquete de cartas atadas con una estrecha cinta verde; su boca trémula al abrir la primera; su rostro contraído al leerla; sus ojos como lunas azules al asimilar su contenido; su espalda encorvándose por segundos. Y luego otra carta, y otra más, y otra. En un inquietante silencio, devorando con ansia las palabras, extrayendo sin control aquellas hojas repletas de una caligrafía pulcra y cuidada. Leyó diez, tal vez quince, antes de ponerse de pie, trastabillándose, dejando que los sobres que aún tenía en las manos se precipitaran hasta el suelo mientras ella se derrumbaba en la cama sofocando su llanto con la almohada.
Durante unos instantes no supe qué hacer ni qué decir. Me acerqué al montón de cuartillas esparcidas frente al armario y comencé a leerlas. Todas ellas habían sido remitidas desde Lisboa y estaban encabezadas con el nombre de la ciudad y la fecha. Sin duda alguna, mi padre era el destinatario de aquellos párrafos. Su nombre se repetía por doquier precedido de los más sutiles adjetivos. Adorado J..., querido J..., mi muy amado J...
- ¡Quémalas! ¡Quémalas todas!, gritó mamá fuera de sí.
Lo hice, no sin antes haber procedido a ordenarlas y a leerlas con detenimiento. La más antigua estaba escrita unas semanas antes de la boda de mis padres. La más reciente databa de un par de meses atrás.
Cartas hermosas que encerraban palabras delineadas a pluma, repletas de una conmovedora prosa que hechizaba los sentidos; trazos de tinta que poseían el misterioso encanto de saber deslizarse entre los pliegues de la razón y posarse como pájaros incorpóreos muy cerca del lugar donde todo nace. Nadie escribe con tanta delicadeza si no ama desde lo más hondo de sí mismo.
Comprendí entonces que en  aquellas hojas estaba la justificación de sus prolongadas ausencias por viajes de trabajo, la respuesta a sus noches de insomnio encerrado en el despacho y la explicación de sus ambiguos y profundos silencios.
Los días transcurren ahora con una cadencia espesa. Argos está desconcertado. Olisquea aquí y allá para terminar recostado en la alfombra del despacho con la cabeza entre sus patas y las orejas caídas. Mi madre languidece en su dormitorio, apagándose con cada atardecer, con la mirada vacía y perdida en algún punto del cuadro en donde una bella mujer enredada entre gasas rojas y gladiolos blancos parece lamentar el haber sido durante más de tres décadas mudo testigo de un amor que nunca lo fue. Ya no llora. ¿Y qué puedo decir de mí? Arrinconada en el vértice formado por la línea del desencanto y la del dolor que se ha instalado como un incómodo inquilino en mis entrañas. Incapaz de saber cómo debo manejar ahora las piezas de este rompecabezas y con la vana esperanza de que se desvanezcan las sombras que me rodean. Jamás sabré por qué mi padre no se deshizo en sus últimos días de aquellas cartas, ni por qué representó durante toda su vida el papel de esposo perfecto y el de amante furtivo de forma simultánea.
- Ven, Violeta. Coge esto. No preguntes nada, por favor.
La carta, su última carta; la que me entregó aquélla noche fijando sus ojos suplicantes en mí, mientras sus manos temblorosas abrazaban las mías. Dormida en el fondo del cajón de mi mesilla, guardando las palabras que conforman el puente entre el deseo de conocer y el miedo a encontrar respuestas.
Y en alguna parte el hombre de pelo canoso que creí haber imaginado en el tanatorio; tan real como lo soy yo. A ratos me pregunto cómo se sentirá y si también hubiera deseado dejar un postrero mensaje escondido en el ramo de flores para su amado.
- Ya lo entenderás.
No, papá. No lo entiendo. Aún no.

"TODAS LAS MAÑANAS" Relato ganador


La anciana está esperando con impaciencia apoyada en el umbral de la ventana. Tan solo quedan unos minutos. Siempre es puntual. Llegará con paso ágil, cruzará la pequeña cancela, atravesará el minúsculo jardín y llamará a la puerta. Al igual que hace todos los días. Ella abrirá con dulzura, le regalará una amplia sonrisa y le deseará los buenos días. El hombre entonces mirará en su enorme bolsa de cuero, sacará un pequeño sobre y se lo entregará, también sonriendo. La carta..., su carta...
A la mujer le gusta ese hombre. Es joven, y alto, y fuerte, y guapo. Se queda prendada todas las mañanas cuando lo ve aparecer por entre los rosales. Por eso escribe las cartas. Una tras otra. Y por eso se las envía a si misma. Para verle. En realidad podría limitarse a mandar los sobres vacíos, rellenando tan solo la dirección del exterior. Pero prefiere escribir. Así disfruta tres veces. Cuando redacta las misivas, cuando las recibe, y cuando las lee. Aunque ya sepa su contenido. Aunque ya conozca las pequeñas cosas que le cuenta, a él, a aquel hombre que la encandila: El chubasco otoñal que ha caído ese mediodía empapando las azaleas, el susto que le ha dado el viejo siamés al caerse del tejado, el vuelo tardío de las cigüeñas emigrando hacia el sur...
Ya no falta mucho para que llegue. Hoy ha preparado galletas y ha envuelto unas cuantas en una cajita con celofán. Siempre le ofrece pequeños obsequios como ese, simples detalles, sencillos, sin valor. No quiere abrumarle. Lo que si querría es confesarle todo. Pero nunca lo hace. Le da miedo, pánico. ¿Que pensará? Él apenas tiene treinta años y toda la vida por delante. Y ella no es más que una vieja de más de ochenta absurdamente ilusionada por un sentimiento que creía haber olvidado. ¿Cómo reaccionará si se lo cuenta, si le dice la verdad? Pensará que es una chiflada y no querrá volver a verla. No, no puede decírselo. Permanecerá así. Así es feliz, escribiéndole párrafos y párrafos que nunca va a leer, conversando brevemente en el alfeizar, regalándole dulces y pasteles, viéndole aunque solo sea unos minutos cada día.
Se merece esa pequeña dosis de felicidad después de toda una vida dura, marcada por la tragedia. Primero fue la repentina muerte de su marido, en plena juventud, cuando tan solo llevaban unos meses de casados. Después, criar a una hija ella sola sin apenas dinero. Más tarde, la adolescencia complicada de la muchacha, las broncas continuas, las huidas del hogar, la relación con aquel desalmado venido de lejos, el embarazo imprevisto, el abandono del padre, el nacimiento del nieto...
Fue entonces, sin embargo, cuando por apenas no más de dos años, llegó a conocer algo parecido a la felicidad. Se reconcilió con su hija, le ayudó en la primera crianza del chaval, y disfrutó cuanto pudo de un niño adorable, extrovertido. Si, algo parecido a lo que debía ser la felicidad...
Pero de nuevo eso duró poco. Cuando la criatura no era más que casi un bebé, fue su hija quien le dejó tras un absurdo accidente en la autopista. Y eso no fue todo. El padre apareció reclamando al infante. Intentó luchar para evitar que se lo arrebataran, también, como todo lo demás. Reivindicó sus derechos, aunque solo fuera al menos con un mínimo régimen de visitas. Pero fue en vano. Ni los estirados abogados a los que no podía pagar, ni la cerrazón de los impasibles jueces, ni sus escasas fuerzas después de tantos golpes asestados por la vida, pudieron hacer nada. Una mañana de invierno, sin tiempo a una mera despedida, sin permitirle siquiera un último beso, aquel hombre extranjero se llevó al chiquillo. Para siempre. Jamás volvió a verlo. A partir de entonces todo no fue sino un continuo desgarro en vida, preguntándose día tras día que habría sido del niño, del muchacho, del joven, del hombre…
Por fin. Ya ha llegado. A su hora. Como siempre. La anciana le observa unos instantes a través del cristal y en seguida abre la puerta.
-Buenos días- dice con su hilillo de voz.
-Buenos días, señora - saluda él. - Parece que otra vez tiene usted correspondencia. No falla ni un solo día, ¿eh? Alguien debe quererla mucho. ¿Tal vez un admirador secreto?- pregunta él guiñándole un ojo cómplice.
-¡Oh! Vamos, hombre, no bromee usted. Son cosas normales, ya sabe, los bancos, el ayuntamiento, amigos de fuera, cosas de esas...- miente la anciana con cierta vergüenza.
-Está bien, no es asunto mío. Pero ya le digo yo que cada vez que vengo a esta casa la encuentro radiante, y seguro que es por las cartas - dice él sin querer hacer notar a la anciana que el matasellos de los sobres delata el envío siempre desde un mismo lugar, desde ese lugar.
-Bueno, bueno, no me sea usted adulador. Ande, váyase y llévese estas pastas para el desayuno. Están recién horneadas - apremia ella.
-Está bien, gracias por las galletas. Me mima usted demasiado. Mañana seguro que vuelve a verme.
-Será un verdadero placer- dice ella con total sinceridad.
-El placer será mío- dice el con idéntica  franqueza.
La anciana entra de nuevo en la casa y se dirige con calma al pequeño escritorio al lado de la chimenea. Allí, en un caja de hoja de lata, revuelve todas las cartas que ha ido recibiendo, deja la de hoy y toma la primera que escribió, hace casi dos meses:
"Querido nieto. Después de tantos años sin saber de ti, hoy, casualidades de la vida, me he enterado que has vuelto al pueblo que te vio nacer. La alegría ha sido inmensa porque al fin podré verte, mi familia, mi única familia. No sé mucho mas de ti, tan solo que estás trabajando... como cartero..."
Tiene que decírselo. Ha llegado el momento. Si, mañana lo hará. Se lo dirá mañana.
El hombre abandona lentamente el jardín. Siente una especial simpatía por aquella octogenaria, tan sola..., escribiéndose cartas a sí misma para sentirse arropada. Sin saber que hay alguien que realmente la quiere. Alguien que ha vuelto al pueblo tras muchos años de ausencia, hace apenas dos meses, en busca de sus raíces. Alguien que ha descubierto que aun vive la yaya que le crió, su familia, su única familia. Hasta ahora no ha querido decirle nada. No sabe realmente lo que sucedió y se ha pasado toda una vida escuchando de su progenitor maldades sobre aquella mujer perversa, la madre de su madre, el mismo diablo, que siempre quiso separarles. Pero es listo y siempre dudó de la versión paterna. Y más ahora que ha descubierto en su abuela a esa anciana entrañable. Si, ya ha llegado el momento. Tiene que decírselo. Se lo dirá mañana. Mañana lo hará.

SERGIO GENERELO TRESACO GANADOR DEL III CONCURSO DE RELATO CORTO "LA MALETA DEL TÍO PACO"

 
Sergio, ante todo ¡felicidades! Por ser el  ganador del III Concurso de relato corto "La maleta del tío Paco". Por tu currículum sabemos  que ya eres "reincidente", que has sido finalista y has ganado otros Certámenes, si no me equivoco esta es la séptima vez que lo consigues. ¿Qué te impulsó a participar en "La maleta del Tío Paco"?

Antes que nada quiero agradeceros el reconocimiento que me habeis otorgado, y sí, creo que es el séptimo premio literario que me otorgan, aunque, si me permites un pelin de soberbia, jeje, entre segundos, terceros y finalistas hacen alrededor de la veintena. A pesar de eso no soy más que un aprendiz de escritor (casi me da hasta apuro considerarme como tal, yo digo que soy un mero " juntaletras"), que escribe por el puro placer de hacerlo, sin mayores pretensiones. Localicé el concurso de la maleta del tio paco y las bases y condiciones me llamaron la atención: el reto de ser un cuento temático (referencia a cartas manuscritas) también me motivó. Y además yo también tengo por casa una vieja maleta viajera de mi abuelo de esas de madera con remaches de metal...

Ya vemos que eres un escritor muy prolífico ¿cuando surge tu pasión por escribir?. 

Ya desde  niño escribía cuentos y los profesores me decían que no se me daba mal. He escrito siempre aunque de forma desordenada, a intervalos, y guardándome todo para mí. No ha sido más que hace unos tres o cuatro años cuando me he propuesto tomármelo un poquito más en serio y he empezado a participar en certámenes literarios (e incluso a ganar alguno de ellos como en este caso, jeje).  

Cuéntanos un poco más de ti (trabajo, aficiones, proyectos, sueños..)

Estudie la carrera de derecho y aprobé unas oposiciones para trabajar en la Comunidad Autónoma de la Rioja, así que, aunque soy aragonés de Huesca, vivo en Logroño y  llevo ya 15 años a caballo entre ambas ciudades. Supongo que hago una vida bastante sencilla, trabajo, amigos, familia, y  tratando de dedicar algo de tiempo a la literatura (aunque quizá no todo el que debiera, jeje). Dicen que el sueño de todo escritor es publicar una novela y que quien más quien menos tiene un manuscrito en la mesilla de noche. En la mía, de momento solo están las zapatillas, jeje, aunque eso si, al menos si que hay un buen manojo de sencillos relatos. Podría decirse que uno de mis sueños es avanzar en esto de la escritura

Ya sabes que La Chamba (La casa del premio) está situada en Fontanar, Pozo Alcón, Jaén (Parque Natural de la Sierra de Cazorla y Sierra del Pozo) ¿Conoces esta zona?

La verdad es que no. Conozco algo Andalucia y yo creo que he estado en todas la provincias, excepto, curiosamente, en Jaén, así que me apetece mucho hacer un viajecito allí. Y que mejor excusa para ello que haceros una visita, jeje

Gracias Sergio, prepárate para vivir unos intensos días en La Chamba....

7/6/12

¡ YA TENEMOS RELATO GANADOR !

Relato ganador: "TODAS LAS MAÑANAS"
Autor: Sergio Generelo Tresaco (Seudónimo Nacho Gil) de 43 años, natural de Huesca y residente en Logroño.
¡¡Enhorabuena Sergio!!
La clasificación final es la siguiente:

1º-TODAS LAS MAÑANAS  de Sergio Generelo  Tresaco (Seudónimo Nacho Gil)
2º-DESDE LISBOA CON AMOR  de Carlos Garrido Rubio
3º-CIELO DE CARTAS de Francisco Manuel Bailén Cuevas
4º-EN DIECISIETE ENTREGAS  de Inmaculada González Benavides (Seudónimo Meletea)

5º- DOBLE FONDO de Franz Kelle
6º- UN SELLO RANCIO de Teresa  Arroyo
7º- EL MOMENTO de Helena Morillas
8º- CARTAS A MAMÁ   de César Ibáñez París
9º- DULCES CARTAS de Jorge Valentín Miño Pazmiño
10º-MAMÁ EN LA DISTANCIA de José Luís Melgosa Andrés
11º-EL DESEMPLEO PERJUDICA SERIAMENTE LA SALUD de Sara Coca Losada
12º- QUERIDO LIBERATO de Anna Belén López Serrano


 Mañana conoceremos mejor al  ganador del III Concurso y publicaré los 4 primeros  relatos.
De nuevo ¡¡Gracias a todos!!Os felicitamos por vuestra valiosísima participación y os recordamos que el día 7 de Julio tendrá lugar la Velada Literaria en un rincón  muy especial de Fontanar, el Caño de San Antonio. A la luz de las estrellas leeremos vuestras historias....¡No faltéis!

6/6/12

¡GRACIAS QUERIDO JURADO!


¡Hola a todos!  Ya queda poquito para conocer el relato ganador de este año. La labor del Jurado ha sido complicada teniendo que dedicar parte del  tiempo que nunca nos sobra, a leer 250 relatos, seleccionar, releer, consensuar  etc…
Desde aquí quiero agradecer a todos ellos el trabajo que cada año desempeñan  con ilusión. ¡GRACIAS QUERIDO JURADO!,  ¡OS QUIERO!
También Deciros que hemos tenido que adelantar el fallo una semana por motivos de organización y tiempo. Este año se publicará un libro con los 4 relatos finalistas y necesitamos tener un margen mayor de tiempo para su elaboración ya que tiene que estar listo el día 7 de julio, para la velada literaria.
Más cosas, los 4 relatos finalistas se publicarán también en el blog.
¡HASTA MAÑANA!........

5/6/12

FINALISTAS DEL III CONCURSO DE RELATO CORTO "LA MALETA DEL TÍO PACO"


Hola: ¡¡los miembros del jurado ya han decidido!!

La relación de los seleccionados está hecha siguiendo el orden alfabético de los títulos de los relatos.
Los finalistas son:


CARTAS A MAMÁ de César Ibáñez. (Soria) España
CIELO DE CARTAS de  Francisco Manuel Bailén (Jaén) España
DESDE LISBOA CON AMOR de Carlos Garrido (Madrid) España
DULCES CARTAS  de Jorge Valentín Miño (Quito) Ecuador
DOBLE FONDO de Franz Kelle (Valencia) España
EL DESEMPLEO PERJUDICA SERIAMENTE LA SALUD de Sara Losada (Sevilla) España
EL MOMENTO de Helena Morillas (Barcelona) España
EN DIECISIETE ENTREGAS de Meletea (Málaga) España
MAMÁ EN LA DISTANCIA de José Luís Melgosa (Barcelona) España
QUERIDO LIBERATO de Anna Belén López (Valencia) España
TODAS LAS MAÑANAS de Nacho Gil (La Rioja) España
UN SELLO RANCIO de Teresa Arroyo (Burgos) España

El día 7 de junio daremos a conocer a los cuatro finalistas.
¡¡MUCHA SUERTE A TODOS!!!

1/6/12

CERRADO EL PLAZO


Queda cerrado el plazo de admisión de relatos… los miembros del jurado ya están evaluando para seleccionar en un principio a los 12  mejores relatos .
El día 5 de junio daremos a conocer los doce relatos seleccionados por el jurado.
 El resultado final (ganador y tres finalistas)  se  dará a conocer el día 7de junio.
 Ahora  os dejo con algunos datos estadísticos del III Certamen:
Se ha admitido a Concurso 250 relatos procedentes de:
ESPAÑA (38 provincias):
Madrid (35), Jaén (16), Barcelona (15), Málaga (11), Cádiz (11), Valencia (10), Murcia (9), Guipúzcoa (8), Sevilla (7), Almería (6), Álava (6), Vizcaya (5), Castellón (4), Ciudad Real (4), Lugo (3), Córdoba (3), Zaragoza (3), Alicante (3), Albacete (3), Girona (2), Valladolid (2), Pontevedra (2), Badajoz (2), Ávila (2), Soria (2), La Rioja (1), Tenerife (1), Burgos (1), La Coruña (1), Asturias (1), Orense (1), Cuenca (1), Granada (1), Cáceres (1), Guadalajara (1), Teruel (1), Cantabria (1), Huelva (1).
PAÍSES HISPANOS:
Argentina (13), Colombia (12), México (11), Perú (3), Cuba (3), Chile (1), Ecuador (1), Venezuela (1). Los relatos recibidos de Hispano América representan un 18% del total.
OROS PAÍSES:
 Israel (1), Australia (1)
Sin identificar la procedencia 16.
Solo me queda decir  que gracias  a  vuestra participación y confianza , este humilde Certamen va creciendo cada día. Que este año, como ya comenté anteriormente, el nivel ha sido muy alto tanto en número de concursantes como en calidad literaria. Todo esto nos hace seguir adelante con más entusiasmo por este proyecto compartido que tantas satisfacciones nos aporta.
Ya estamos inmersos en los  preparativos de  la Velada Literaria que tendrá lugar en el entorno del Caño de S. Antonio de Fontanar el día 7 de Julio. Procuraremos que sea , como siempre, una noche mágica y llena de  agradables sorpresas …..haced un hueco en vuestras agendas si no queréis perderos este entrañable evento…..ya os seguiré informando .
Este año la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Pozo Alcón publicará un libro en el que aparecerán el relato ganador y los tres finalistas. Agradecemos su colaboración.
¡¡Suerte a todos!! Y ya sabéis que ganéis o no, vuestras historias ya tienen un lugar en la maleta del tío Paco. Es una maleta mágica…..